lunes, 21 de octubre de 2013

Cotidianamente echados

La rutina del skater nunca cambió. No importa cuánto crezca el deporte, los skateparks públicos y los cientos de skaters.  El patinador va a un spot, intenta la prueba dos o tres veces, discute con el vecino, transeúnte, guardia, seguridad, milico o sereno de turno, y mueve para otro lugar. En el que contados intentos más tarde, será echado.
                Un pibe está probando una prueba en una barandita en la entrada de un edificio mientras un fotógrafo trata de sacar el momento perfecto. A un costado tres skaters más le hacen el aguante.  Al segundo intento la prueba casi sale. Los vecinos se quejan, los skaters acceden a retirarse mientras les gritan desde la ventana luego de negociar un intento más. La prueba no sale. Empiezan a juntar sus cosas para retirarse. De repente salen del edificio dos jóvenes de casi 30 años, grandotes, a echar a los skaters. Su actitud violenta choca con la inesperada pasividad de la banda que juntaba sus cosas para irse. Así como salieron, entraron al edificio. Los skaters se fueron y la prueba no bajó.
                Pero las cosas empeoraron. Todavía pasa desapercibido para muchos. La llegada de los “skatestoppers” deprime y entorpece la vida de cientos de jóvenes que al ir a patinar se encuentran con estas abominaciones. Ya sean por tornillos o pedazos de metal soldados a barandas y bordes, lugares patinables dejan de serlo. ¿Qué pasaría si se pusieran postes en el área de una cancha de futbol? ¿Una reja en el medio de una cancha de tenis? No cabe en ninguna cabeza.

Tomás Lluna

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