La rutina del skater nunca
cambió. No importa cuánto crezca el deporte, los skateparks públicos y los
cientos de skaters. El patinador va a un
spot, intenta la prueba dos o tres veces, discute con el vecino, transeúnte,
guardia, seguridad, milico o sereno de turno, y mueve para otro lugar. En el
que contados intentos más tarde, será echado.
Un pibe
está probando una prueba en una barandita en la entrada de un edificio mientras
un fotógrafo trata de sacar el momento perfecto. A un costado tres skaters más
le hacen el aguante. Al segundo intento
la prueba casi sale. Los vecinos se quejan, los skaters acceden a retirarse
mientras les gritan desde la ventana luego de negociar un intento más. La
prueba no sale. Empiezan a juntar sus cosas para retirarse. De repente salen
del edificio dos jóvenes de casi 30 años, grandotes, a echar a los skaters. Su
actitud violenta choca con la inesperada pasividad de la banda que juntaba sus
cosas para irse. Así como salieron, entraron al edificio. Los skaters se fueron
y la prueba no bajó.
Pero las
cosas empeoraron. Todavía pasa desapercibido para muchos. La llegada de los “skatestoppers”
deprime y entorpece la vida de cientos de jóvenes que al ir a patinar se
encuentran con estas abominaciones. Ya sean por tornillos o pedazos de metal soldados
a barandas y bordes, lugares patinables dejan de serlo. ¿Qué pasaría si se
pusieran postes en el área de una cancha de futbol? ¿Una reja en el medio de
una cancha de tenis? No cabe en ninguna cabeza.
Tomás Lluna
la gran verdad, que mas decir...
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